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Inconsciente, Sueño y Muerte en la Concepción Antropológica de G. W. Leibniz (página 2)



Partes: 1, 2

Leibniz arribará a conclusiones muy similares a las que
expresara Calderón en su obra. Otro ejemplo importante lo
constituyen Los sueños de Francisco de Quevedo, en
los que desciende a estratos casi inconcebibles de la vida,
moviéndose entre la sátira y lo
escatológico, también con un marcado interés
moralizante. Toda esta literatura muestra una de
las dos direcciones en que se movería el problema de lo
inconsciente en el siglo XVII. La otra sería la muerte,
comparada siempre con el sueño. En los Evangelios, el
propio Jesús realiza esta comparación en dos casos
en los que resucita muertos: el de la hija de Jairo (Marcos, 5,
39; Lucas, 8, 52) y el de Lázaro (Juan, 11, 11-13).

La muerte
había llenado una buena parte de las reflexiones de
filósofos, teólogos y literatos
durante la Edad Media.
Pero no se trataba de definir, salvo en sentido moralizante, en
qué consistía ni qué sobrevendría
tras ella. Estas cuestiones ya estaban fijadas en las Sagradas
Escrituras
de cada religión: la
Torah, la Biblia y el Corán
contenían indicaciones y principios al
respecto que constituían dogmas de fe para las respectivas
religiones. Se
trataba entonces de explicarlos, hacerlos accesibles a los
demás, y propiciar el cumplimiento de las normas de
conducta
asociadas a cada caso.

La literatura medieval sobre la muerte adquirió una
importancia difícil de calibrar en nuestros días.
En las personas más espirituales y refinadas, saber morir
se convirtió en el acto supremo de la vida, que completaba
el ciclo de ésta. En la Alta y Tardía Edad Media
europea se desarrolló un Ars Moriendi cuya
contrapartida era la danza de la
muerte que proporcionaba temas para todas las artes
(8).

A la muerte de personas notables, acto muchas veces
público en el que se conjugaban el deseo de la propia
salvación con el ejemplo moral para
otros, se oponían, en curiosa complementación, las
sátiras y burlas sobre la muerte, no exentas de matices
trágicos–basta recordar la Ballade des Pendus, de
F. Villon–,o la literatura piadosa que se regodeaba en los
aspectos menos luminosos del cuerpo durante la vida, y más
aún en su descomposición tras la muerte. En suma,
se trataba de mover a reflexión sobre la fugacidad de la
vida terrenal y la continua acechanza de la muerte, hasta el
punto de olvidarse en muchos casos la exaltación de la
vida como un don de Dios.

La ruptura con este punto de vista, en los inicios de la
modernidad, no
sólo trajo, en las figuras más avanzadas, la
dirección del filosofar y de la cultura hacia
la vida terrenal, punto en el cual suele insistirse mayormente.
Su contrapartida–e indispensable complemento–fue la
revalorización del problema de la muerte. Para ello, se
retornó a las fuentes de la
Antigüedad clásica. Se volvió sobre la
teoría
platónica del sueño, según la cual el
alma sale del
cuerpo durante éste. Con ella, la metempsicosis en su
versión órfico-platónica (9). En
ayuda de ésta puede decirse que vinieron las primeras
informaciones fidedignas sobre el Oriente, en especial sobre el
hinduísmo, conocido como "religión de los
brahmanes
", que si bien no fueron conocidas en un
ámbito muy amplio, sí llegaron hasta Leibniz a
través de los misioneros, sobre todo jesuítas con
los cuales mantuvo una asidua correspondencia.

A estas cuestiones, se unieron los descubrimientos más
recientes de las ciencias de la
vida. A la reformulación de las clasificaciones
sistemáticas y por consiguiente, la revalorización
de los géneros y especies, se unieron las observaciones al
microscopio de
Leewenhoeck, Swammerdam, Malpighi y otros. Si precursores tan
notables de éstos como Telesio, Paracelso, Cornelio
Agrippa de Nettesheim o Van Helmont habían sustentado una
animación universal de tipo hilozoísta, en la cual
vida y psiquismo se implicaban mutuamente, los primeros,
investigadores experimentales, asestaron golpes de muerte a la
rígida oposición entre lo vivo y lo no vivo
sustentada hasta entonces por los herederos del aristotelismo
medieval, apoyada en la experiencia, es decir, en
características sensorialmente observables.

El descubrimiento de la
metamorfosis complicada de los insectos, de la presencia de
corpúsculos espermáticos en el fluído
seminal de los mamíferos, la paulatina formación de
los embriones en el huevo o en el útero materno,
condujeron a la idea de continuidad entre las formas de la
naturaleza, en
especial entre la vida latente y la desarrollada, no ya a partir
de teorías
rudimentarias como la generación espontánea, sino
de pruebas que
rompían el alcance limitado de los sentidos
(10). El descubrimiento del estado de
crisálida como fase transicional entre la larva y el
adulto de ciertos insectos obligaba a una nueva
redefinición de las especies, pero también a
valorar la muerte como algo aparente, no sólo en el
caso del hombre y en
relación con el alma sino en el de los seres vivientes en
general y también corporalmente.

El dualismo cartesiano no había rebasado en este punto
la noción tradicional, teológicamente fundamentada.
Pero si la vida puede ser un sueño, la consecuencia
inevitable es que también la muerte puede serlo.
¿Dónde estarían entonces los límites
entre vida y muerte, si ambas resultan susceptibles de asumirse
como sueño?

Spinoza había eliminado de la filosofía, por así decirlo, el
problema de la muerte. Su idea de una meditatio vitae como
resultado de la comprensión profunda del ser había
descartado simplemente tal tema de las preocupaciones
fundamentadas.

En buena medida vemos anunciada la posición espinocista
en M. de Montaigne. Al criticar la concepción
platónico-ciceroniana sobre la filosofía como
preparación para la muerte acota: "Por mucho que digan,
incluso en la virtud, el último fin de nuestras miras es
la voluptuosidad" (11
). Felicidad del individuo
humano en su integridad física y espiritual
que evoca el De voluptate de Lorenzo Valla, leído
por Leibniz y que, como tema, será desarrollado en la
Etica espinocista, en los aspectos citados en el
precedente acápite. Una noción moderna del problema
se expresa aquí: "la muerte es el desenlace y no la
finalidad de la vida; es su fin, su extremo, no su objeto. La
vida debe ser para sí su finalidad" (12).

Para Spinoza por consiguiente, la conducta moral y sus
líneas no dependen de la muerte ni de consecuencia
escatológica alguna. Que Deus sive natura no
constituya un Dios personal
establece para el hombre la
necesidad de obrar desde los límites conocidos. La muerte
no supone inmortalidad personal sino disolución en la
substantia, por lo cual la autoconciencia que requieren
las decisiones puede lograrse sólo en vida. Al
sueño no dedica Spinoza especial atención, por cuanto su noción de la
vida envuelve todo tipo de actividad humana, el despliegue de
estados, acciones y
pasiones inherentes al hombre. Por cuanto no hay inmortalidad
individual, no hay continuidad infinita en el tiempo de
la memoria: el
hombre es un modo finito y como tal, dejará de existir.
Justamente en la continuidad de la memoria descansa
la clave del pensamiento
leibniziano y de sus diferencias con Spinoza en relación
con el sueño y la muerte (13).

La memoria y lo
inconsciente

La memoria, en un sentido amplio, acompaña a todas las
mónadas o sustancias individuales, por cuanto cada una
encierra cuanto le acaecerá a lo largo de su existencia,
según ya ha sido analizado. En este sentido puede
entenderse como información sobre la sustancia, en cuanto a
sus tendencias futuras y potencialidades. La información
sobre los estados sucesivos de la sustancia expresa sus acciones
y transformaciones. De modo que existe en las sustancias una
suerte de memoria atemporal, ligada a su propio existir y que se
proyecta no sólo hacia el pasado sino hacia el futuro. En
1686 Leibniz escribía refiriéndose al conocimiento
de las esencias y existencias del universo:
"Tenemos en el espíritu todas estas formas, e incluso
desde siempre, porque el espíritu expresa siempre todos
sus pensamientos futuros y piensa ya confusamente en todo lo que
ha de pensar alguna vez distintamente" (14).

De tal modo la continuidad del tiempo–cuya medida es el
decursar de los acontecimientos, registrado en la memoria–

tiene su punto de partida en la propia constitución interna de la sustancia. Es
por ello que Leibniz expresará años después
la natural consecuencia de la idea anterior: "el presente
está preñado del porvenir" (15).
También
por ésto sucede que la sustancia, que conoce todo en
el universo,
pero de manera confusa, y sólo alcanza claridad en un
ámbito determinado. La interconexión entre todos
los elementos constituyentes del universo que se alcanza es tal
"que todo cuerpo resiente los efectos de todo cuanto pasa en
el universo, de tal modo que aquel que todo lo ve podría
leer en uno lo que en todos sucede y aun lo que ha sucedido y
sucederá, advirtiendo en el presente lo lejano, tanto en
los tiempos como en los lugares" (16).
La memoria es una
potencialidad activada por los hechos y por la actuación
en el caso del hombre. Pero en los seres carentes de vida en el
sentido reconocido por las ciencias

–pues en otro sentido, según la metafísica
leibniziana, toda la naturaleza está llena de vida–no
existe conciencia y por
tanto dicha potencialidad no alcanza un desarrollo
pleno que permita relacionar hechos, reaccionar de modo acorde
con ellos y tener presente ciertas experiencias en ciertas
situaciones. Esto corresponde a los seres vivos y se hace notar
sólo en los animales, pese a
no estar ausente de las plantas
(17).

Pero esta memoria en sentido amplio, como potencialidad, debe
distinguirse de lo que comúnmente se denomina así.
La diferencia consiste en que las potencialidades encerradas en
la sustancia poseen un carácter confuso. Los animales y el hombre
pueden adquirir diversos grados de dominio sobre
ellas: en los animales provocan actitudes o
reacciones al hacerse más claras; los espíritus son
capaces de hacerlas conscientes. Estas son las llamadas petits
perceptions
o "percepciones que no se notan", no
tenidas en cuenta por los cartesianos (18), las cuales
"no van acompañadas de apercepción ni
reflexión, sino que representan simplemente variaciones en
el alma, de las cuales no somos conscientes, porque sus
impresiones son, o demasiado débiles y numerosas, o
demasiado uniformes, hasta el punto que no presentan ninguna nota
diferencial suficiente" (19).
Su efecto se hace notar
sólo cuando el conjunto alcanza cierta envergadura. Este
aspecto subraya una de las más profundas diferencias entre
Spinoza y Leibniz: la actividad de la sustancia individual, hecha
para la acción.

Las magnitudes instantáneas en la física,
estudiadas profundamente por Leibniz mediante los instrumentos
del cálculo
infinitesimal, no sólo le permitieron arribar a la
noción de mónada como un límite de lo
existente, un diferencial del ser, según ya observamos,
sino a la del conatus, impulso instantáneo o
fuerza de
automovimiento primaria. En el Specimen Dinamicum lo
describe así:

"…en lo corpóreo hay algo más que
extensión, anterior incluso a ésta, a saber: la
propia fuerza de la naturaleza inserta en todas partes por el
Hacedor, que no consiste en una facultad simple, con la que las
Escuelas parecen haberse contentado, sino que se asienta en un
conato o esfuerzo [nisu], que tendrá efecto pleno, a no
ser que se vea impedida por una tendencia contraria. Este
esfuerzo se manifiesta a los sentidos por todas partes, y, a mi
juicio, en todos los lugares es concebido en la materia por la
razón, incluso cuando no se hace patente a los sentidos"
(20).

El no hacerse patente a los sentidos puede provenir de las
imperceptibles transformaciones que tienen lugar de forma
continua en los seres, como se analizó al tratar el
problema del individuo. Pero también de la continuo flujo
de petits perceptions provocadas en las sustancias por los
estímulos del mundo exterior. Pues percibir algo, aunque
sea de un modo tenue e imperceptible, supone la capacidad de
hacerlo y de responder a ello.

El conato está entonces presente en la sustancia con
total independencia
de su situación y estado, pero se manifiesta de diversas
maneras en relación con éstos. En los animales
puede ocurrir que estén "en el estado de
simples vivientes y sus almas en el estado de simples
mónadas; y ésto sucede cuando sus percepciones no
son lo bastante distintas para poder ser
recordadas, como ocurre en un sueño profundo sin
ensueños o en un desvanecimiento; pero las percepciones
que se han tornado enteramente confusas deben desenvolverse de
nuevo en los animales" (21
). Pero, como arriba
anunciábamos, estas percepciones inconscientes pueden dar
lugar a una acción al actuar en conjunto, lo cual Leibniz
ilustra con este ejemplo: "el jabalí percibe a una
persona que le
grita y va derecho a esta persona, de la cual no había
tenido antes más que una mera percepción
confusa, como de todos los demás objetos que caen bajo sus
ojos y cuyos rayos hieren su cristalino" (22).

También en el hombre ocurre ésto: "hay
también esfuerzos que resultan de las percepciones
insensibles de las cuales no nos enteramos, a los que yo
llamaría apeticiones mejor que voliciones (aunque haya
también apeticiones aperceptibles), pues no se llama
acciones voluntarias más que a aquellas de las que nos
podemos enterar y sobre las cuales nuestra reflexión puede
recaer cuando proceden de la consideración del bien o del
mal (23).

Las percepciones inconscientes no sólo conforman el
estado interior de la mónada y condicionan las acciones
sino que constituyen la base de la memoria, que implica ya un
cierto grado de claridad en dichas percepciones y además,
su enlace causal a partir de las experiencias en las que han
intervenido. Leibniz sitúa el ejemplo, el el
prefacio al N.T., de las gotas de agua que
forman una ola y la impresión, conscientemente captable,
que todas juntas causan a diferencia de la que produce cada una
por separado. Y su presencia, flujo y acción sobre el
individuo permiten explicar, sobre la base de la memoria, el
sueño y la muerte.

La memoria constituye, en sentido estricto del término,
una propiedad de
los animales, al menos de los superiores, en los cuales se hace
evidente, y del hombre. "Proporciona a las almas una suerte de
consecución que imita la razón, pero que debe
distinguirse de ella. Así vemos que los animales, cuando
tienen la percepción de alguna cosa que les hiere
fuertemente y de la cual ya antes han tenido una
percepción semejante, aguardan, por una
representación de su memoria, que suceda otra cosa que
estuvo unida a la percepción anterior y se sienten
impelidos a experimentar los mismos sentimientos que
experimentaron anteriormente" (24).

Esto no es sino la facultad de extraer consecuencias de la
experiencia, común a los animales y a los hombres, la cual
en sí misma constituye una ventaja si se combida con el
empleo
adecuado de las facultades racionales, pero sucede que los
hombres suelen sustituir el empleo de la razón por la
autoridad–lo
cual Bacon había analizado hasta la saciedad–o por
"cierto enlace que remeda la razón, pero se funda solo
en la memoria de los hechos y de ningún modo en el
conocimiento de las causas".
Pero explicar ésto
permite a Leibniz señalar a continuación, en el
mismo parágrafo, una de las preocupaciones fundamentales,
no sólo suyas, sino de todo el racionalismo:
"los hombres, mientras son empíricos, ésto es,
en las tres cuartas partes de sus acciones, proceden como los
animales" (25).
De ahí que "les sea tan
fácil a los hombres hacer cautivos a los animales y que
los simples empíricos cometan tantos errores"
(26).

Aquí aparece un elemento clave, en el cual está
comprometida toda la filosofía leibniziana y en cuyo
tratamiento reaparecerán con viva fuerza sus
diferencias–y semejanzas–con Spinoza: el hombre que
actúa sólo según la memoria y las relaciones
empíricas se asemeja a un animal y será
"domesticado", como se hace con aquellos. Sólo quien
aprovecha esa facultad, pero se rige fundamentalmente por los
principios y verdades que obtiene el entendimiento y donde se
expresa la facultad racional serán libres. Pero
este aspecto será abordado más adelante. Por el
momento debe destacarse aún otro aspecto de la memoria y
es su relación con la individualidad.

Leibniz escribe al respecto: "Dichas pequeñas
percepciones son también lo que constituyen y
circunscriben aquello que llamamos uno y el mismo individuo, pues
en virtud de ellas se conservan en el individuo huellas de sus
estados anteriores por las cuales se establece el nexo con su
estado actual"(27).

En relación con la persistencia de la identidad
individual o personalidad
después de la muerte, consigna en el D.M.,
refiriéndose al alma: "es el recuerdo o el conocimiento
de este yo, que la hace capaz de recompensa o castigo".
Y
cita el famoso ejemplo del hombre convertido en rey de China a
condición de olvidar totalmente su pasado, lo cual
equivaldría a su muerte y sustitución por otro ser
(28). Pero no pasa de ser una equivalencia, es decir, la
connotación práctica de un hecho. Ya se ha
examinado la individualidad humana y su fundamento en la ley interna que
rige cada sustancia individual, cuyo cumplimiento en un sentido u
otro depende de la elección y de la actividad
consiguiente. "La memoria no es pues lo que constituye
propiamente la identidad del hombre
", sino que "el pasado
y el presente están en un completo enlace y precisamente
ésto es lo que constituye la identidad del individuo"
(29).

La multitud de impresiones y pensamientos que se acumula en la
conciencia a lo largo de la vida es tal que en la mayoría
de las personas una buena parte permanece inconsciente. No hay
olvido total como no hay recuerdo total: "se pueden olvidar
muchas cosas, pero se pueden también recordar, mucho
después, si volvemos a ellas en forma adecuada" (30).

Este paso de lo consciente a lo inconsciente–olvidado en
apariencia–es completamente normal en el alma, la cual "no
conoce las cosas de que tiene percepción sino cuando esta
percepción es distinta y elevada, y el alma es tanto
más perfecta cuanto que posee más percepciones
distintas" (31).
La memoria y el contenido innato, inherente
al individuo, constituyen dos formas de la retentiva, que
nos explican que ningún ser puede ser despojado
completamente de sus recuerdos que cuando más, pasan a ser
inconscientes (32).

Sueño y
memoria

Durante el sueño, las percepciones inconscientes
afloran y se muestran a la conciencia. También los hechos
y pensamientos olvidados y conservados en la memoria. Aún
cuando algo parece

definitivamente perdido "puede suceder que los recuerdos de
antiguas impresiones perduren vivos, sin que nos acordemos de
ellas".
Y añade Leibniz: "Creo que en los
sueños todos los pensamientos vuelven en esta forma"
(33).
Casos verídicos muestran que, tras un olvido que
parece total, aparece algo en sueños que no resulta
explicable sino por un conocimiento olvidado del asunto.

Leibniz da esta explicación por probable y no
por segura, pues existe otro tipo de sueño mucho
más enigmático: aquel que anuncia un acontecimiento
futuro que no era posible conocer ni avizorar en modo alguno, o
bien que transmite la sensación conocida en psicología como
reminiscencia o sensación de "lo ya vivido o
visto". Leibniz refiere dos ejemplos: "Me acuerdo de haber
conocido a cierto individuo, pues siento que su imagen, como su
voz, no es nueva para mí; y este doble indicio es para
mí mayor garantía que uno solo, pero no
podría acordarme de dónde le he visto. Sin embargo
sucede, aunque rara vez, que vemos a una persona en sueños
antes de verla en carne y hueso (…); pero el azar puede
producir ese efecto, porque es bastante raro que eso suceda,
además de que las imágenes
de los sueños, por ser un poco oscuras, pueden ser
relacionadas con más libertad"
(34).

Leibniz intenta ser conservador en este punto, pues admitir
abiertamente las premoniciones podría obligarlo a su pesar
a admitir todo tipo de elucubraciones, aun las brotadas del
entusiasmo, tan criticado por él en N.T., IV, XIX.
Sin embargo, la explicación de tales fenómenos no
es en modo alguno ajena a su doctrina sobre las potencialidades
de todo cuanto acaece ligadas a la sustancia y la posibilidad de
leer en el propio interior no sólo la propia historia sino la de todo el
universo aunque los seres humanos carezcan por lo general de
capacidad para lograrlo. Esto se evidencia al tratar las ideas
quiméricas: "si queremos referirnos a la existencia, no
podríamos apenas determinar si una idea es
quimérica o no porque lo que es posible, aunque no se
encuentre en el tiempo o en el lugar en que estamos, puede haber
existido en otro tiempo, o existirá quizás un
día, o podrá existir en la actualidad en otro
mundo, o aun en el nuestro sin que lo sepamos, como la idea que
Demócrito tenía de la Vía Láctea y
que los telescopios han comprobado" (35).

Hay sin embargo en el espíritu elucubraciones que la
intuición o la evidencia muestran como falsas,
ensoñaciones o fantasías semejantes a las
imágenes de los sueños. Su existencia motivó
la polémica sobre la vida como sueño a la que se
hizo referencia al inicio de este acápite. Hay un modo de
establecer la diferencia: "la verdad de las cosas sensibles no
consiste más que en el nexo de los fenómenos, que
debe tener su razón y es lo que les distingue de los
sueños" (36).
La conexión entre todas las
series de fenómenos, captadas por personas diferentes en
diferentes situaciones espacio-temporales está verificada
por las verdades de razón. Pero ello no elimina la
pregunta cartesiana que Calderón toma como cierta:
"¿Será un sueño la vida?".

Leibniz parece vacilar en la respuesta: "Si todo no es
más que un sueño, los razonamientos son
inútiles, no siendo nada absolutamente la verdad y el
conocimiento" (37).
Coincide con Descartes al
parecer, quien había sentido la imperiosa necesidad de
comprobar que la vida no era sueño con un criterio
infalible de certeza. También apela al sentido
común en busca de argumentos: un escéptico
"reconocerá, a mi juicio, la diferencia que hay entre
soñar que se está en un fuego y estarlo en
realidad" (38).
Pero le "es preciso confesar que no toda
certidumbre es de un grado supremo (…) Pues no es imposible,
metafísicamente hablando, que haya un sueño tan
seguido y duradero como la vida de un hombre" (39).

Retorno a la incertidumbre cartesiana expresada al principio.
Convicción de que la apelación a Dios no procede y
nada soluciona en este caso. Pero el temor cartesiano a demoler
las bases de cualquier doctrina cierta, si todo fuese
sueño, aquí no existe. La conclusión es a
todas luces que el hombre no puede ir más allá de
su naturaleza, y coincide con su interlocutor–el portavoz de
Locke–en que nuestras posibilidades bastan para las necesidades
de nuestro ámbito, de modo tal que deja abierta la
perspectiva crítica
que I. Kant
desarrollará más tarde: "Si alguno creyere que
todo ésto no es más que un largo sueño,
podrá soñar si le place, que le doy esta respuesta:
que nuestra certidumbre, fundada sobre el testimonio de nuestros
sentidos, es tan perfecta como nuestra naturaleza lo permite y
nuestra condición lo pide"(40).

Los límites humanos no suponen entonces incapacidad
sino un tipo de determinación. Leibniz coincide con
Calderón en que el carácter de sueño de la
vida, si así fuese, no traería cambio alguno
en cuanto a nuestro saber y sus implicaciones morales.

Pero hay que remitirse a las definiciones estrictas de los
términos del problema. La lengua
española nos obliga en este trabajo a
emplear el mismo sustantivo, sueño, para los
fenómenos de dormir y soñar. Leibniz emplea la
lengua francesa pero piensa mediante las estructuras
del alemán, donde la diferencia (Schlaf und Traum) es
clara, por lo cual citar las definiciones leibnizianas
ayudará a continuar. Leibniz no rechaza las definiciones
de Filaletes en N.T., II, XIX, sólo exige mayor
precisión. Así pues, diferencia entre
ensoñación, sueño como estado
psicofísico y sueño como fenómeno
mental.

Ensoñación "parece que no es otra cosa que
seguir ciertos pensamientos por el placer que nos proporciona sin
otro fin determinado, por lo que la ensoñación
puede conducir a la locura" (41).
Nuestra época, tras
los aportes del romanticismo y el
psicoanálisis, entre otros, podría
objetar a Leibniz que la imaginación poética y
artística en general suele propiciar dicho estado sin que
pueda hablarse de patología, aunque en otros casos, como
ciertas depresiones o esquizofrenias, sí suceda
ésto. Se trata de un olvido de la realidad en el se hace
imposible distinguir ensueños de sensaciones, si bien no
hay nexo alguno entre ellos, explica en el mismo pasaje.

Filaletes acotaba que "soñar es tener ideas en el
espíritu mientras los sentidos exteriores están
cerrados" (42).
El sueño por tanto es "una
cesación de las sensaciones
". Su agudización es
el éxtasis, "un sueño muy profundo del que
cuesta trabajo despertar, que procede de una causa interna
pasajera, lo que añado para excluir el sueño
profundo, que proviene de un narcótico o de una
lesión duradera de las funciones"
(43).
Aquí diferencia Leibniz los sueños y las
experiencias religiosas excepcionales, ligadas a los
éxtasis, que "van acompañados algunas veces de
visiones; pero las hay también sin éxtasis y la
visión no parece ser otra cosa que un ensueño que
pasa por sensación, como si nos enseñase la verdad
de los objetos. Y cuando estas visiones son divinas hay verdad en
ellas efectivamente, lo que se puede conocer, por ejemplo, cuando
contienen profecías particularizadas que los
acontecimientos justifican" (44).

No solamente se encuentra Leibniz frente al dilema de la vida
como sueño, sino a otro, tradicional en todas las religiones,
pero que en la Europa del siglo
XVII resurgía con fuerza: las visiones proféticas.
La mística española del Siglo de Oro, los
místicos de la Guerra de los
Treinta años, como Angelus Silesius, las profecías
de la joven Poniatova, que llegaron a deslumbrar a Comenius, los
judíos
seguidores de Zabetai Zevi, el falso Mesías, entre otras,
exigían a la filosofía racionalista una cuidadosa
definición que dejara suficiente espacio a las exigencias
religiosas sin relajar el rigor en las normas del pensar y la
aceptación de las verdades. Su tesis sobre la
coincidencia entre fe y razón encabezaría su punto
de vista al respecto, pero también debe diferenciar un
fenómeno normal como el soñar, y aun otro menos
inofensivo a su juicio como el ensueño, de lo que en su
época se denominaba entusiasmo. Sobre éste
escribe: "Hemos visto en todos los siglos hombres cuya
melancolía, mezclada a la devoción y a la buena
opinión que tenían de sí mismos, les ha
hecho creer que tenían más familiaridad con Dios
que el resto de los hombres (…) Su fantasía se convierte
en iluminismo y en autoridad divina y consideran sus designios
como dirección infalible del cielo que se va obligado a
seguir. Esta opinión ha producido grandes efectos y
causado muchos males" (45).

De este modo Leibniz ha intentado sortear las dificultades
haciendo la salvedad subrayada arriba: los acontecimientos
justifican
. Pero ésto no basta al racionalismo
leibniziano, que en materia de religión no cambia sus
puntos de vista. Pues nada más parecido a las
ensoñaciones, conducentes a la insania, que los augurios
capaces de exaltar individuos y aun multitudes. Pero, por otra
parte, la metafísica leibniziana deja abierta la
posibilidad de la profecía, por cuanto cada sustancia
lleva dentro de sí no sólo su propia historia sino
la del universo, según ha sido ya examinado.
Bastaría con lograr leer dentro de sí un poco
más claramente que el resto de los hombres para que se
obtuviesen las llamadas profecías, que no serían
sino hechos o estados propios del futuro devenir de todo el
universo o de una parte de él. Por eso Leibniz
señalará la razón–unida a la Escritura–como el medio seguro para
diferenciarlos (46), racionalismo religioso cuyas
complejas y difíciles relaciones históricas con la
mística han llenado la evolución ulterior del protestantismo.

Sueño y
muerte

El problema más agudo en esta trama de reflexiones es
sin duda el de la muerte, cuyo paralelo con el sueño
recoge Leibniz de la reflexión de su época. Pues es
preciso conciliar la pérdida de conciencia que la muerte
supone con la cuestión de la inmortalidad personal y la
escatología cristiana y religiosa en
general, en cuanto a premios y castigos post mortem. Y una
vez aceptada la existencia del alma animal, Leibniz aborda el
problema con la aseveración de que la persistencia
más allá de la muerte no es una propiedad exclusiva
del hombre ni se produce por la tradicional separación de
cuerpo y alma, que obligaría a aceptar el dualismo y no
tendría cabida en la doctrina leibniziana.

¿Qué es la muerte?, sería la primera
pregunta. ¿Hay diferencias entre la muerte humana y la de
los restantes seres vivos?, sería la segunda. Y por
último: ¿qué ocurre con la entidad
metafísica que constituye el individuo, en especial con el
hombre, cuya alma está destinada a recibir tras la muerte
las consecuencias, positivas o negativas, de su vida?

Por definición, la muerte "no es más que un
sueño y no puede ser definitiva. Pues la muerte es un
estado de apagamiento de la conciencia que en los animales cae en
un estado de confusión en el cual la apercepción es
suprimida: un estado que no puede durar" (47).
No puede durar
porque toda la naturaleza está llena de vida y movimiento, la
inactividad es aparente y la mónada no puede dejar de
percibir, por lo cual nunca hay abandono del cuerpo por parte del
alma (48). Pero continuamente se produce en los seres
vivos un proceso de
renovación, equivalente a destrucción y
reposición graduales: "todos los cuerpos están
en perpetuo flujo, como los ríos, y unas partes entran en
ellos y otras salen de ellos continuamente" (49).

Hay que recordar aquí los descubrimientos
científicos que Swammderdam, Malpighi y Leewenhoeck
lograron mediante el empleo del microscopio, continuamente
citados por Leibniz. No sólo asestaron un golpe definitivo
a la teoría de la generación espontánea sino
que ayudaron a comprender que la generación de los seres
vivos es paulatina, por lo cual no hay motivo para que no lo sea
la muerte. En 1695 Leibniz, además de apoyar este punto de
vista, señala que, por estas razones, ho hay "nadie
capaz de señalar bien el verdadero momento de la muerte,
la cual puede por mucho tiempo considerarse como una mera
suspensión de las acciones notables, y en el fondo, nunca
es otra cosa en los simples animales" (50).
La muerte es por
consiguiente un proceso no definitivo, una pérdida de la
conciencia o desvanecimiento en la cual el alma no se separa por
completo del cuerpo. Y la cita anterior permite abordar la
segunda cuestión planteada.

Un animal–y muy probablemente una planta, según se
observaba más arriba–no posee espíritu sino alma.
No está por tanto destinado a la inmortalidad sino que
sólo posee un carácter imperecedero. Pues la
conciencia de sí es un don permanente del cual el hombre
no puede ser despojado por ley natural alguna. Ella "distingue
la incesabilidad del alma de una bestia de la inmortalidad del
alma del hombre; una y otra mantienen identidad física y
real, pero en cuanto al hombre, es conforme a las leyes de la
divina providencia que el alma conserve también la
identidad moral" (51
), pues sin ella carecerían de
sentido la recompensa y el castigo post mortem.

El animal podría resucitar si el hombre hubiera
descubierto el modo de remediar el deterioro del cuerpo que lo
condujo a la muerte, infiere Leibniz de las resurrecciones de
insectos observadas por los naturalistas (52). Pero por
las vías naturales, cuando la muerte es inevitable,
sobreviene la metamorfosis. El alma y el cuerpo del animal
se transforman paulatinamente y por grados y conservan todas sus
impresiones pasadas. No hay almas ni espíritus–salvo
Dios–despojados enteramente de cuerpo, y por ello nunca pierde
por completo los órganos que antes de la muerte poseyera
(53). Mediante esta transformación, muchos pasan
"a más amplio teatro"
(54).

Leibniz formuló en su Protogaea la hipótesis de cambios tales en la tierra que
habrían dado lugar a la transformación de las
especies (55). El animal que muere no puede ser entonces
destruído sino que se convierte en otra forma del mismo
individuo, abandona sólo parte de su cuerpo y alcanza un
nuevo estado. Al no existir entre los seres creados alma alguna
sin cuerpo, al articularse ambos mediante la armonía
prestablecida de modo tal que existe concomitancia entre sus
funciones, el paso "a más amplio teatro" se produce
con un cuerpo, que puede ser más sutil que el
poseído anteriormente. La resurrección es un
proceso natural que afecta a todos los seres, es un cambio de
escenario. La diferencia estriba en que la unidad
cuerpo-espíritu que constituye al hombre posee una
conciencia de sí, una identidad personal y una memoria de
sus actos que se conserva. El cambio de escenario no rompe dicha
identidad. No hay olvido total sino un desvanecimiento
momentáneo en el hombre del cual se repone, a diferencia
de los animales y plantas, que no poseen identidad personal y
conservan las impresiones de su vida pasada pero no el recuerdo
consciente, que no va más allá de una existencia.
La muerte entonces no existe. Y ésto nos ha hecho entrar
en la tercera interrogante.

La tanatología moderna, en sus vertientes
más audaces (56), confirma en buena medida la
aseveración leibniziana. Sus exponentes coinciden, a
partir de experiencias de personas cercanas a la muerte, o que
han pasado por una muerte clínica o han estado cerca de
ella, en algunos puntos que se resumen a continuación:

– la muerte consiste en un cambio de dimensión. E.
Kübler-Ross en especial la compara, al modo leibniziano, con
la mariposa que abandona la crisálida (57).

– se produce una expansión de la percepción y de
la conciencia

en la que se recuperan también propiedades perdidas
durante la vida del paciente (por ejemplo, miembros amputados o
sentidos perdidos o debilitados).

– se conserva la identidad personal y se produce un encuentro,
no sólo con personas conocidas y estimadas durante la
vida, sino con una realidad indefinible.

– el abandono del cuerpo físico, hasta el punto de
poder observarlo "desde fuera de éste" (58), no
implica la pérdida de los sentidos, sino su
expansión, como ya se observó.

Un punto que diferencia la postura leibniziana de la de los
mencionados autores es la posibilidad de la transmigración
de las almas. Leibniz la niega rotundamente, aunque
después se ve obligado a matizar su afirmación,
mientras que los autores citados no la excluyen nunca. Ello
obliga a detenerse en este aspecto.

Al inicio de este acápite se han mencionado las dos
fuentes de recepción de la teoría de la
metempsicosis por la Europa del siglo XVII. Pero es el caso que
se equiparan las dos sin salvedad alguna y se interpretan
además de modo bastante simplista: un abandono total del
cuerpo por parte del alma que, despojada completamente de
corporalidad, pasaría un tiempo después de la
muerte–variable según la interpretación de cada escuela–a unirse
a otro cuerpo, mediante el nacimiento de un nuevo ser. Este
conservaría adormecidos las impresiones y recuerdos de su
existencia pasada y podría despertarlos mediante un
método o
técnica adecuados. Esta es, a grandes rasgos, la doctrina
platónica expuesta en el Fedón y La
República
, entre otras obras, a la luz de la cual se
interpretaron también las informaciones sobre el
hinduísmo y su doctrina del renacimiento
(59) suministradas por los primeros misioneros en la
India, sobre
todo jesuítas. Sobre la labor misionera y la importancia
de sus estudios sobre las culturas no europeas se hablará
más adelante. Pero debe resaltarse ahora que por Europa se
expandió una interpretación del karma y el renacimiento
bastante extrema y superficial, elaborada desde el prisma de las
doctrinas griegas.

Según el hinduísmo, se produce una
separación del cuerpo grosero–el compuesto por los
elementos materiales–y
el alma individual o jivatman experimenta un proceso de
expansión, en el que se encuentra con la cadena de sus
actos y las consecuencias de éstos. Pero el cuerpo sutil o
astral, según se le ha llamado contemporáneamente,
continúa unido a ella. Si las cadenas de sus actos la atan
a este mundo por una necesidad de compensación
cósmica–interpretada a menudo en términos de
justicia–deberá renacer en otro cuerpo.
Pero no se trata de que el alma de un individuo pase por
diferentes cuerpos, sino del renacer del principio espiritual que
se ha individualizado en él, en diversos individuos, cada
uno de los cuales es, existe de una manera
independiente de quien le precedió, con
características específicas, propias e
irrepetibles, aunque exista entre ambos el hilo kármico.
Desatar éste supondría obligatoriamente no
sólo comprender sino asumir en un sentido profundo
y transformador, que la individualidad expresada en la
noción de jivatman–unido siempre a un cuerpo que
le es propio–forma parte de maya, es decir, del nivel no
esencial ni absoluto de lo real, de su forma exterior
(60).

La versión del problema que llegó hasta
Leibniz–mantenida durante siglos en la mayoría de los
medios
intelectuales
de Occidente–fue precisamente la opuesta. En cualquier caso,
Leibniz no coincide abiertamente con ninguna
interpretación de la inmortalidad del hombre que suponga
el retorno al mundo natural, por cuanto tal idea había
sido muchos siglos atrás no sólo rechazada sino
condenada por el Cristianismo.
No deja de señalar sin embargo que, en los primeros siglos
del Cristianismo, teólogos como Orígenes pensaron
de tal modo–punto de vista revitalizado por H. More y en otro
sentido por Van Helmont (61)–sin olvidar que la
explicación leibniziana de la metamorfosis animal se
acerca mucho más a la doctrina hinduísta sobre el
renacimiento. El siguiente texto resulta
especialmente significativo: "Si la transmigración no
es tomada en todo su rigor; es decir, si alguno creyese que las
almas, permaneciendo en el mismo cuerpo sutil, cambian solamente
de cuerpo grosero, ésta sería posible, aun
consistiendo en el paso de la misma alma a un cuerpo de diferente
especie, como creen los brahmanes y creían los
pitagóricos. Pero todo lo que es posible no por eso
está conforme al orden de las cosas" (62).

Aquí se evidencia uno de los supuestos fundamentales
del pensamiento leibniziano: si bien la posibilidad contenida en
el ser es infinita, la realización de una u otra exige,
además de la concurrencia de los factores necesarios–en
el caso del hombre se suma a ellos la libre elección con
importancia decisiva–, su concordancia con la ley natural y el
orden universal en el que toda sustancia se inserta, y con aquel
específico de la sustancia en cuestión, contenido
en ella desde su creación por Dios, en suma, con la
razón como orden. No hay que olvidar que dichos
órdenes se rigen por el principio de la armonía
prestablecida, según el cual todos los acontecimientos se
enlazan sin repercutir directamente unos sobre otros. A la luz de
ésto se entienden mejor los dos sentidos de la
inmortalidad a los que hemos hecho referencia: el natural y el
religioso-escatológico.

Debe reiterarse aquí que la concordancia entre fe y
razón es un principio medular de la filosofía de
Leibniz. Es así que las verdades de la fe concuerdan con
la ley natural, en la cual se incluyen aun los milagros
(63). Es por ello que ambas deben complementarse a la hora
de explicar la inmortalidad. Si el alma, por necesidad
religioso-moral debe trascender para recibir las recompensas o
castigos acordes con su vida terrenal, el cuerpo debe
acompañarla, no sólo porque no hay seres creados
carentes de cuerpo, sino porque en la naturaleza existe una ley
de continuidad que resultaría violada en el caso de
destruirse aquel. Esto se reitera en el tratado Apokatastasis
pantôn (64
), donde Leibniz se refiere a la antigua
doctrina de Gregorio de Nicea sobre la restitución de
todas las cosas al final de los tiempos, a partir del principio
de que toda alma tiende a reunirse con el cuerpo que le ha
pertenecido. Según Leibniz, tal hecho no sólo sigue
los mandatos de Dios, sino las leyes de la naturaleza,
incluídas en los anteriores, según establecieran
Bruno y Spinoza.

Los seres vivos no se extinguen, se restituyen. La identidad
de la persona, basada en su ser específico–como los
anteriores–, pero también en su autoconciencia–que no
puede ser totalmente despojada de sus recuerdos e impresiones–se
conserva por tanto a través de la eternidad (65).
No puede haber inmortalidad sin ella, al modo de los
panteístas que concebían la disolución en el
Dios-naturaleza, pues la sustancia no es capaz de dejar de
existir y su principal característica es la individualidad
que, según se observó en el acápite
precedente, encierra el infinito. Todo esfuerzo humano, sea o no
sueño la vida, encuentra entonces su sentido en ese
infinito que el hombre puede desarrollar en su espíritu de
manera consciente. Nuestra memoria es la garantía de
nuestra trascendencia. No hay olvido, no hay muerte, salvo al
nivel de las apariencias y
de lo contingente. Siendo así, sólo queda trazar
las líneas del propio destino, y trazarlas lo mejor
posible, con autoconciencia plena, con un amor fati que
incluye el obrar sobre sí mismo, el construirse y
reconstruirse.

Lourdes Rensoli Laliga

Madrid, 9 de enero de 1996.

NOTAS

1- R. Descartes: Discurso del método, 4ª
parte
. En: Discurso del método. Meditaciones
metafísicas.
Madrid, 1984, p. 66.

2- R. Descartes: Meditaciones metafísicas, med.
; ed. cit., p. 117.

3- R. Descartes: Ibíd., med. 6ª; ed. cit.,
p. 182. Sobre la crítica a este punto: E. Naërt:
Memoire et conscience de soi selon Leibniz, Paris, 1961,
pp. 98-99.

4- R. Descartes: Ibíd., med. 6ª; ed. cit.,
p. 182.

5- G.W. Leibniz: Nuevo tratado sobre el entendimiento
humano, trad. E. Ovejero y Mauri, prefacio de L. Rensoli.
La
Habana, 1988 (se citará cono N.T.), I, XIX,
ed. cit., p. 143; IV, XI, 7-12; ed. cit, pp. 383-385. 6-
Cfr.: Kurt und Roswitha Reichenberger: Bibliographisches
Handbuch der Calderón-Forschung,
Kassel, 1979, T.I,
pp. 482-494, donde se consignan traducciones totales o parciales
de la comedia La vida es sueño, con idéntico
o con diferente título –antes del nacimiento de Leibniz o
durante su vida– al menos al alemán, al francés,
al neerlandés y al italiano, ya fuese para editar o para
representar.

7- Cfr.: Ibíd., p. 482, donde aparecen las
siguientes:

En alemán (representaciones teatrales, a menos que se
indique "edición":

1654: "Prince Sigismundus von Polen". Hamburg.

1666: "Von Sigismundo oder dem Tyranissen Prinz von
Bohlen
". Hildesheim, München.

1674: "Prinz Sigismondo". Dresden.

1690: "Prinz Sigismundus von Pohlen". Torgau.

1693: "Der königliche Prinz aus Bohlen Sigismundus,
oder das menschliche Leben wie ein Traum
"- Hamburg (1ª
edición alemana de la obra).

sobre 1700: "Das menschliche Leben ist wie ein Traum".
Wernigerode.

Sobre la difusión de Calderón en Alemania: M.
Franzbach: Untersuchungen zum Theater Calderons in der
Europäischen Literatur von der Romantik.
München,
1974, T. I.

K. Th Gaerdertz: Archivalische Nachrichten über die
Theaterzustände von Hildesheim, Lübeck, Lüneburg
im 16. und 17. Jahrhundert
. Bremen, 1888, pp. 100-101.

H. Sullivan: Calderon in the German Lands and the Low
Countries. His Reception and Influence (1654-1980).

Cambridge, 1983, pp. 31-67; 210-243.

En francés (ediciones):

1646 y 1647: "Sigismond, duc de Varsau", por G. de la
Tessonerie. París.

1657: "La vie n'est qu'un songe", en: Les nouvelles
héroiques et amoureuses
, par F. Le Metel de
Boisrobert. París.

1711: "Sigismond, prince de Pologne", en: Oeuvres
diverses
, por Mlle. de la Roche-Guilhems. Amsterdam.

1716: "La vie est un songe", Paris, trad. de Th. S.
Gueulette. 8- Cfr.: J. Huizinga: El Otoño de la Edad
Media.
Madrid, 1978, cap. 11: "La imagen de la
muerte
", pp. 194-212.

G. Kaiser: "Der tanzende Tod". Introducción a:
Der tanzende Tod. Mittelalterliche Totentänze, hrsg.
v. G.Kaiser. Frankfurt am Main, 1982, pp. 9-73. A. Tenenti: Il
senso della morte e l'amore della vita nel Rinascimento.

Torino, 1982, cap. III: "L'arte di ben
morire
", pp. 62-89.

9- Cfr.: H.S. Lowy: A Study of the Doctrine of
Metempsycosis in Greece from Pythagoras to Plato.
Princeton,
1948.

R. di Giuseppe: La teoria della morte nel Fedone
platonico
. Bologna, 1993, pp. 120 ss.

E. Cassirer: Individuum und Kosmos in der Philosophie der
Renaissance.
Darmstadt, 1987, pp. 3, 130-135, 147.

10- Cfr.: E. Guyénot: Las ciencias de la vida en los
siglos XVII y XVIII.
México, 1956, pp.
239-246.

11- M. de Montaigne: Del saber morir
(antología),
ed. de M. Gras Balaguer. Barcelona, 1988,
p. 44.

12- Montaigne: Ibíd., p. 113. 13- Cfr.:
Friedmann: Leibniz et Spinoza, Paris, 1946, p. 209.

E. Naërt: Memoire et conscience de soi selon
Leibniz
, ed. cit., pp. 135-137 ss.

14- Leibniz: Discurso de metafísica, 26 (se
citará como D.M.), ed. A. Castaño
Piñán. Buenos Aires,
1982, pp. 63-64.

15- Leibniz: Monadología, 22. En: Discurso de
metafísica. Sistema de la
naturaleza. Nuevo tratado sobre el entendimiento humano.
Monadología. Principios sobre la naturaleza y la
gracia
(se citará como Obras), ed. F. Larroyo.
México,
1991, p. 391.

16- Leibniz: Monad., 61; Obras, p. 396. Cfr.:
N.T., Prefacio; ed. cit., p. 51.

17- Cfr.: Leibniz: N.T., II, IX, 11; ed. cit., p. 123.
Sobre las plantas se insiste en Théodicée,
ed.
de J. Brunschwig. Paris, 1969, Préface, p.
42.

18- Leibniz: Monad., 14; Obras, p. 390.

19- Leibniz: N.T., Prefacio; ed. cit., p. 50.

20- Leibniz: Escritos de dinámica, Ed. de J.
Arana Cañedo-Argüelles y M. Rodríguez Donis.
Madrid, 1991,
p. 56 (versión de 1695).

21- Leibniz: Principios sobre la naturaleza y la gracia
fundados en la razón,
4 (se citará como
P.N.G.); Obras, p. 406.

22- Leibniz: N.T., II, XXI, 5; ed. cit., p. 153. 23-
Leibniz: N.T., II, XXI, 5; ed. cit., p. 153. 24- Leibniz:
Monad., 26; ed. cit., p. 392. Cfr.: Théod.,
Discours, 65.

25- Leibniz: P.N.G., 5; ed. cit., p. 406. Cfr.:
Monad., 28; ed. cit., p. 392.

26- Leibniz: N.T., Prefacio; ed. cit., p. 47. 27-
Leibniz: N.T., Prefacio; ed. cit., p. 51.

28- Cfr.: Leibniz: D.M., 34; ed. cit., p. 77. Carta
a un desconocido (1679). Sämtliche Schriften und Briefe

(se citará como S.Sch.B.), Zweite Reihe, Bd. I,
Berlin, 1972, p. 502. 29- Leibniz: N.T., II, I, 12; ed.
cit., p. 102. Cfr.: M. Mugnai: "Leibniz, the fly of Ockham and
the king of China". Leibniz Tradition und Aktualität I

(se citará como L.T.A.-I). Hannover, 1988, pp.
607-614.

30- Leibniz: N.T., II, I, 12; ed. cit., p. 103. Cfr.:
E. Naërt: Memoire et conscience de soi selon Leibniz;
ed. cit., pp. 68-73.

31- Leibniz: P.N.G., 13; ed. cit., p. 409. 32- Leibniz:
N.T., II, X, 1 y 2; ed. cit., p. 124.

33- Leibniz: N.T., I, III, 20; ed. cit., p. 96.

34- Leibniz: N.T., IV, XI, 12; ed. cit., pp. 384-385;
II, XXIX, p. 221.

35- Leibniz: N.T., II, XXX, 5; ed. cit., pp.
228-229.

36- Leibniz: N.T., IV, II, 14; ed. cit., p. 324.

37- Leibniz: N.T., IV, II, 14; ed. cit., p. 323.

38- Leibniz: N.T., IV, II, 14; ed. cit., p. 323.

39- Leibniz: N.T., IV, II, 14; ed. cit., p. 324.

40- Leibniz: N.T., IV, XI, 8; ed. cit., p. 383. 41-
Leibniz: N.T., II, XIX, 1; ed. cit., p. 143. 42- Leibniz:
N.T., II, XIX, 1; ed. cit., p. 143. 43- Leibniz:
N.T., II, XIX, 1; ed. cit., pp. 143-144.

44- Leibniz: N.T., II, XIX, 1; ed. cit., p. 144 (el
subrayado es nuestro).

45- Leibniz: N.T., IV, XIX, 5-7; ed. cit., p. 433.

46- Leibniz: N.T., IV, XIX, 14, 16; ed. cit., p. 434.
47- Leibniz: N.T., Introducción; ed. cit., p.
51.

48- Leibniz: Monad., 73; ed. cit., p. 397.

49- Leibniz: Monad., 72; ed. cit., p. 397.

50- Leibniz: Nuevo sistema de la naturaleza, 7 (se
citará como N.S.N.); ed. cit., p. 43.

51- Leibniz: N.T., II, XXVII, 9; ed. cit., p. 205.
Cfr.: Théod., Préface; ed. cit., pp.
40-43.

52- Leibniz: N.S.N., 7; ed. cit., p. 43.

53- Leibniz: Monad., 72; ed. cit., p. 397. 54- Leibniz:
Monad., 75; ed. cit., p. 398.

55- Cfr.: Leibniz: Protogaea. En: Opera omnia, ed.
Dutens
(se citará como Dutens), II,
Genevae, 1768, Pars II, pp. 181-240. 56- Nos referimos a la
tanatología no materialista de especialistas como
Elizabeth Kübler-Ross, D. Scott Rogo, Raymond A. Moody,
Kenneth Ring y Pierre Vigne, entre otros. 57- Cfr.: E.
Kübler-Ross: La muerte, un amanecer (Über den Tod
und das Leben danach).
Barcelona, 1990, pp. 23, 81-83.

58- Cfr.: E. Kübler-Ross: op. cit., pp. 54 ss,
83-86.

K. Ring: La senda hacia Omega. Barcelona, 1986, pp.
48-54,

226 ss.

D. Scott: El retorno del silencio. Madrid, 1991, pp.
233 ss, 259 ss.

59- Empleamos el término renacimiento, y no los
más comunes como reencarnación,
metempsicosis
o transmigración, de acuerdo con
A. Ghose, quien lo considera más adecuado, en la medida en
que los anteriores supondrían interpretar la doctrina
hinduísta bajo el prisma de las griegas. Cfr.: A. Ghose:
Renacimiento y karma: el problema de la
reencarnación.
Barcelona, 1989. En el primer
capítulo (p. 19) define el fenómeno del modo
siguiente: "esta doctrina se encontraba difundida por Europa
con el grotesco nombre de transmigración, término
que evoca en la mente occidental la humorística imagen del
alma de Pitágoras volando cual fortuita ave de paso desde
la divina forma humana al cuerpo de un cobaya o de un borrico. El
contenido filosófico de la teoría se expresaba
perfectamente en la palabra griega metempsicosis–admirable pero
poco operativa–que designa la animación de un nuevo
cuerpo por el mismo individuo psíquico".
Véase
sobre el tema:

H. von Glasenapp: Unsterblichkeit und Erlösung in den
indischen Religionen.
Halle, 1938.

S. Radhakrishnan: The Brahma Sutra: The Philosophy of
Spiritual Life.
New York, 1960.

60- Cfr.: P. D. Devanandan: The concept of maya: an essay
in Historical Survey of the Hindu Theory of the World, with
Special Reference to the Vedanta
. Calcutta, 1954.

Teun Goudriaan: Maya Divine and Human. Delhi, 1978.

A. K. Ray Chaudhuri: The Doctrine of Maya. Calcutta,
1950.

61- Cfr.: Leibniz: "Consideraciones sobre la doctrina de un
espíritu universal".
En: L. Rensoli:
Antología de la filosofía euro-occidental del
siglo XVII
, T.II. La Habana, 1987, pp. 360 ss. Cfr.: Leibniz:
Discours sur la thèologie naturelle des chinois,
60. Dutens, IV y ed. R. Loosen-F. Vonessen (Zwei Briefe
über das binäre Zahlensystem und die chinesische
Philosophie.
Stuttgart, 1968). Hay trad. española por
la autora de este trabajo.

N.T., II, XXVII; 14; ed. cit., p. 208.

Carta a un desconocido (1679). S.SCH.B., Zweite Reihe,
Bd.I, pp. 500-501.

E. Naërt: Memoire et conscience de soi selon
Leibniz
, ed. cit., p. 111.

Sobre Orígenes: Cfr.: E. Gilson: La filosofía
en la Edad Media
(2ª edición de 1965). Madrid,
1995, pp. 57-58. Esta idea se complementó con la de la
pluralidad de mundos diferenciados entre sí, como
más tarde expondrían autores del siglo XVII.

62- Leibniz: N.T.; II, XXVII, 6; ed. cit., p. 203.

Cfr.: Théod., 359-361; ed. cit., pp.
329-330.

63- Cfr.; Leibniz: Théod., Préface; ed.
cit., pp. 26-27,

207-208; ed. cit., pp. 242-243.

64- Cfr.: Leibniz: Apokatastasis pantôn, hrsg. v.
Ettlinger. En: Leibniz als Geschichtsphilosoph.
Münster, 1921, pp. 27-34.

65- Cfr.: E. Naërt: Memoire et conscience de soi selon
Leibniz
, ed. cit., p. 158.

 

 

 

Autor:

Lourdes Rensoli Laliga

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